¿Por qué me cuesta decir 'no' o poner límites?
En otro post, definimos los límites (inter)personales como las reglas que nos imponemos en las relaciones humanas. Serían como esas «barreras» que ponemos para que otra persona no traspase porque, si lo hiciera, eso nos dañaría / nos sentiríamos invadidos / nos faltaría al respeto. Por ejemplo: no permitir a otra persona que nos insulte, no permitir a otra persona que nos revise el móvil, no permitir que nos hagan quedarnos horas extras no pagadas en el trabajo, etc.
También explicaba que los límites en las relaciones humanas son necesarios porque nos permiten mantener el orden, el respeto, el equilibrio y la justicia en la relación. Tener claros los límites y saber ponerlos es crucial para que las relaciones interpersonales sean sanas. Si no existieran los límites, nos «pisaríamos» unos a otros: si no nos pusieran límites, invadiríamos al otro y nos saltaríamos sus necesidades. Si nosotros no ponemos límites a los demás, nos pisarían, nos invadirían o nuestras necesidades y derechos no serían tenidos en cuenta.
Sin embargo, a muchas personas les cuesta decir que no o poner los límites. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de esto?
Muchas veces, lo que hay detrás del miedo a decir que no o poner un límite es el miedo a que se enfaden con nosotros o a decepcionar al otro. Y, detrás del miedo a que se enfaden con nosotros o a decepcionar al otro, está el miedo (que viene desde la infancia) a que nos dejen (de querer, de atender, de cuidar o mimar) o nos rechacen (nos valoren de forma negativa).
Por ejemplo, un paciente me contó que de pequeño su padre siempre le valoraba como «qué niño más bueno», porque no protestaba, no rechistaba, no se quejaba, era obediente… era sumiso y complaciente. Ser complaciente, por cierto, no deja de ser un mecanismo de defensa que desarrollamos siendo pequeños para sobrevivir emocionalmente en un entorno un tanto hostil o amenazante. En otras palabras: «si me porto bien y soy bueno (entendido como sumiso) parece que mamá/papá está más contento/a y así las cosas van mejor o no me riñen/castigan tanto o es la manera que tengo de recibir atención/alabanzas/cariño». Así, esta persona interiorizó que de alguna manera tenía que mantener esa imagen ante su padre (ser «bueno») para recibir esa valoración positiva: no mantener esa imagen, es decir, protestar o poner límites, supondría el enfado y la desaprobación por parte de su padre, algo que puede ser terrible para un niño. Así, un «niño bueno» no pone límites (no expresa su enfado ni lo que le disgusta o no quiere, se queja poco y acata las órdenes). Y así esta persona fue creciendo y generalizando esa falta de límites a sus demás relaciones interpersonales (realmente no aprendió a poner esos límites y se le transmitió que ponerlos, era malo).
En estos casos es necesario trabajar en ese miedo al rechazo (o a que nos dejen) y aprender a poner límites para poder disfrutar de relaciones más equilibradas y sanas.
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